MEDITACIÓN
CRISTIANA PARA CADA DÍA DEL AÑO
14 de septiembre
El temor de la muerte
"Así que,
por cuanto los hijos participaron de carne y sangre, él también participó de lo
mismo, para destruir por medio de la muerte al que tenía el imperio de la
muerte, esto es, al diablo, y librar a todos los que por el temor de la muerte
estaban durante toda la vida sujetos a servidumbre" (Heb.
2:14-15).
Terrible cosa es la muerte, ese tránsito de
un estado a otro, de una realidad a otra. Todos los hombres, tarde o temprano,
hemos de enfrentarnos a ella; no es posible eludirla.
El arte, a través de los siglos, ha
representado a la Muerte con una figura espantosa, armada de una guadaña que
siega la vida de aquellos a quienes visita. No es grato su anuncio para nadie.
El alma se sobrecoge al pensar en el final que le espera, y trata de no pensar
en ello; pero la amenaza siempre está al acecho.
Y es que el alma –aunque muchos traten
de negarlo– sabe que ha sido creada para una
existencia eterna. Dios puso eternidad en el corazón del hombre (Ecl. 3:11) y aunque éste quiera acallar la voz de su
conciencia, en su ser más profundo sabe que un día deberá dar cuenta de sí
mismo ante Aquel delante del cual todas las cosas están desnudas. El temor a la
muerte es el temor del alma humana a aquel instante en que, despojada de su
ropaje de carne, deberá presentarse ante Dios. El proceso que llamamos 'agonía'
es la batalla del alma que se aferra a su envoltura carnal, a sus raíces
terrenales, porque intuye que, más allá de ese trance, ha de rendir cuentas al
Juez eterno.
El enemigo de Dios, el diablo, enemigo
también de la raza humana, sujeta a los hombres a esclavitud, llevándoles a
desechar aun el pensamiento mismo de la muerte, induciéndoles a disfrutar de
los deleites del pecado, a aturdirse en la embriaguez del mundo. Así, el engañador
los envuelve y los conduce al camino de perdición. Qué terrible esclavitud es
ésta, y cuán funesto es su resultado, "porque la paga del pecado es
muerte" (Rom. 6:23). De manera que, tras la
muerte física, aguarda una segunda muerte, la muerte eterna, mucho más terrible
aún.
Sin embargo, la muerte eterna no es nuestro
destino. Dios no quiere la muerte del impío (Ez.
18:32). El deseo de su corazón es que todos los hombres sean salvos y entren en
la vida eterna que él nos ha dado a través de su amado Hijo Jesucristo, quien,
siendo hecho semejante a nosotros, pero sin pecado, venció a la muerte, y sacó
a luz la vida y la inmortalidad.
Bienaventurado eres, creyente, porque el
Señor ya quitó de tu corazón el temor a la muerte, y ya no estás sujeto a servidumbre.
Tu tránsito hacia la otra vida será sin angustia –ya el Señor gustó en tu
lugar el horror de la muerte– y al cerrar tus
ojos habrá en tu rostro una dulce expresión de paz. Habrás volado dichoso al
encuentro de tu Redentor.
Y tú, estimado lector, que aún albergas ese
temor que esclaviza las almas, alégrate, porque hay liberación de la muerte
para todos aquellos que invocan el nombre de Jesús, y creen en su corazón que
Dios le levantó de entre los muertos.