MEDITACIÓN
CRISTIANA PARA CADA DÍA DEL AÑO
25 de mayo
Cuerdas de amor
"Con cuerdas humanas los atraje, con cuerdas de
amor" (Oseas 11:4).
Para quienes hemos recibido la salvación de
Dios por medio de su Hijo, el amor de Cristo, que nos constriñe como hermanos,
es como un lazo a la vez dulce y nostálgico.
Cuando vivimos una experiencia de comunión
con nuestros hermanos, nos llena de gozo el sentirnos uno en el Espíritu; sin
embargo, al mismo tiempo, cuando nos despedimos hasta una próxima ocasión, nos
duele la separación, aunque ésta sea tan breve como la flor de un día –
si la consideramos desde la eternidad que nos espera.
Esta ausencia física entre unos y otros, y
por sobre todo, esta ausencia de nuestro común Amado, nos hace que anhelemos
más y más el día glorioso de Su arribo. ¡Oh, no te
tardes, Tú, más dulcísimo que la miel!
A menudo pensamos: Si nosotros
–criaturas imperfectas aún en nuestra condición terrenal–
le anhelamos tan fervientemente, ¡cuánto más Él que es perfecto en su amor por
nosotros, no querrá ya atraernos pronto a sí mismo! Si dependiera de nuestros
pobres sentidos, no tendríamos asidero para esta esperanza; pero el querer
–y su promesa– provienen de Él mismo, y
esto sí nos alienta, a pesar de ser todavía transeúntes en esta dilatada noche.
Cuando pensamos en nuestros hermanos
diseminados sobre la faz de este planeta, nos regocija ver cómo el Espíritu
Santo les va revelando –como a todos los que le buscamos de limpio corazón– los tesoros de la multiforme sabiduría de
Dios, en Cristo. Un sentimiento de ternura nos inunda al saber que hoy hay
tantos que conocen, declaran y viven el señorío de Cristo, que por la gracia de
Dios compartimos con ellos esa misma realidad, y que somos bienaventurados,
"...porque esto no te lo reveló carne ni sangre".
El amor de Dios, manifestado en Cristo
Jesús, es la clave, es el vínculo perfecto. Como hombres naturales, podríamos
tener puntos de desencuentro, opiniones dispares, posiciones irreductibles, y
jamás llegaríamos a vivir una comunión plena unos con otros. Por esta razón, no
deja de emocionarnos el ver cómo, en esta nuestra diversidad, Dios ha derramado
de su Espíritu, y nos va haciendo converger en el Único Ser en el cual los
hombres pueden reconciliarse el uno con el otro: Jesús, el Hijo de Dios.
Hoy habita Cristo por la fe en nuestros
corazones. Lo creemos firmemente, y a causa de esta bendita fe –don de Dios– no temeremos si algún hermano expresa
ocasionalmente un sentir diferente, según su alma; porque sabemos que Aquel que
comenzó en nosotros la buena obra, la perfeccionará hasta el día de Jesucristo.
Con esta convicción, y firmemente arraigados en el amor de Cristo, podremos
sobrellevar las flaquezas los unos de los otros, sabiendo que somos sólo trozos
de piedra tosca que, en manos del supremo Artífice, serán trocados en piedras
preciosas para reflejar Su perfecta gloria.
Que el Señor nos conceda ver a cada uno de
nuestros hermanos, no con los semi-velados ojos de
nuestra alma, sino con