MEDITACIÓN CRISTIANA PARA CADA DÍA DEL AÑO

 

23 de febrero

 

Perfeccionados por las aflicciones

 

"Porque convenía a aquel por cuya causa son todas las cosas ... que habiendo de llevar muchos hijos a la gloria, perfeccionase por aflicciones al autor de la salvación de ellos" (Heb. 2:10).

 

   Según C. S. Lewis, el dolor en sí mismo no siempre tiene valor espiritual, o produce efectos espirituales. Pero hay algo colateral al dolor que siempre se convierte en una verdadera ayuda para el que sufre: se trata del temor y la compasión. Ellos amplían el espectro del mero dolor.

   En efecto, el temor y la compasión nos ayudan más que el dolor mismo, en nuestro retorno a la obediencia y la caridad. Todos hemos experimentado el efecto de la compasión, que nos hace más fácil amar lo no amable, es decir, amar a los seres humanos no porque nos sean agradables, sino porque son nuestro hermano o nuestro prójimo. Y no sólo eso, porque el sufrimiento produce el mismo buen efecto –la compasión– también en los espectadores.

   Por otro lado, todos hemos aprendido los beneficios del temor durante los períodos de crisis. La crisis llega en un momento en que nuestra vida se deslizaba en medio de la vanidad y la apatía. De pronto, un súbito dolor en el estómago amenaza con una enfermedad grave, o el titular del periódico nos amenaza a todos con la destrucción. Y entonces se desmorona todo ese castillo de naipes.

   Al comienzo nos sentimos abrumados, y todas nuestras pequeñas alegrías parecen juguetes rotos. Luego, poco a poco, recordamos que el propósito nunca fue que todos esos juguetes se adueñaran de nuestra alma, que nuestro verdadero bien está en otro mundo. Y levantamos nuestra mirada desde esos juguetes rotos a nuestro único tesoro verdadero: Cristo. Y quizás, mediante la gracia de Dios, nos convertimos en criaturas dependientes de Dios. Pero apenas desaparece la amenaza, nuestra naturaleza retorna de un salto a los juguetes. Incluso nos atrevemos a expulsar de nuestra mente la única cosa que nos sostuvo ante la amenaza, porque la asociamos con las penurias de esos pocos días.

   Así, la terrible necesidad de tribulación se hace demasiado evidente. Dios me ha tenido cerca por apenas cuarenta y ocho horas, y eso únicamente por haberme quitado todo lo demás. Pero, basta que cese el dolor, y me vuelvo a comportar como un cachorro cuando ha terminado el odioso baño: me sacudo hasta quedar lo más seco posible, y corro a recuperar mi cómoda suciedad en el montón de estiércol más cercano.

   Tal es la razón por la que las tribulaciones no pueden acabar sino hasta que Dios nos vea rehechos, o bien vea que no hay ninguna esperanza de que nos rehagamos.