MEDITACIÓN
CRISTIANA PARA CADA DÍA DEL AÑO
15 de febrero
Obrar y creer
El punto de partida en los
tratos de Dios con el hombre es el hablar de parte de Dios y el creer por parte
del hombre. Este creer puede implicar actuar inmediatamente de una cierta
manera, o simplemente esperar que la palabra hablada de Dios tenga
cumplimiento. En el creer no siempre hay un obrar inmediato, sino que muchas
veces hay un largo esperar.
Si el punto de partida
estuviera en el obrar, entonces el punto de toque sería la fuerza y la
capacidad del hombre. Pero siendo el creer, la piedra de toque es Dios, el
querer de Dios, la capacidad de Dios.
En el pasado, Dios dio
mandamientos al hombre para que éste comprobara su pecaminosidad, y su
imposibilidad de cumplirlos. Dios le dijo: "Maldito todo aquel que no
permaneciere en todas las cosas escritas en el libro de la ley, para
hacerlas" (Gál. 3:10). El hombre, ingenua y
osadamente, dijo: "Haremos todo lo que dices". Pero no lo hizo. En
realidad, no podía hacerlo.
Desde entonces, está claro
que el hombre no puede cumplir la ley, no puede agradar a Dios por sí mismo.
"Por la ley ninguno se justifica para con Dios", dice Pablo con
firmeza (3:11). Antes bien, es por la fe que el hombre es justificado. Y no
sólo, eso, es por la fe que se recibe la promesa, la herencia, y el reposo de
Dios.
Cuando alguien hace algo,
espera la recompensa, o la paga, a cambio. Pero al que no obra, sino cree en
aquel que justifica al impío, dice Pablo, "su fe le es contada por
justicia" (Rom. 4:5). Cuando el que no obra,
sino cree, recibe la promesa, y la justicia de Dios, las recibe con un claro
sentimiento de indignidad, y alabará a Dios por ello. Pero si él obra y recibe
aquello como salario, se alabará a sí mismo, y no a Dios.
Es claro que la fe verdadera
va seguida del obrar. Pero el punto de partida, la piedra de toque no es el
obrar, sino el creer. Pablo mismo habla en 1ª Tesalonicenses 1:3 de "la
obra de vuestra fe". Y en Gálatas de "la fe que obra por el
amor" (5:6). Santiago también enfatiza que "la fe, si no tiene obras,
es muerta en sí misma" (2:17). Abraham mismo hizo obras de fe, como todo
creyente las realiza. Sin embargo, no es ese el comienzo, sino la consecuencia
de la fe.
El hombre natural, el hombre
religioso, está esperando siempre que se le diga qué debe hacer para
justificarse delante de Dios, o para agradar a Dios. Si se le dice que haga
unas cuantas cosas, las hará con presteza, y quedará con un grato sentimiento
de satisfacción. Pero si se le dice que no haga sino crea, no sabrá cómo
hacerlo, y aun lo encontrará ridículo y hasta ofensivo.
Él no conoce su
pecaminosidad, no sabe –o no quiere saber–
que Dios no recibe la ofrenda de un hombre pecador no redimido, pues sus manos
están contaminadas. Él no sabe que delante de Dios es preferible vivir la
desazón de comprobar la inutilidad de los esfuerzos personales, a la vana
satisfacción de un obrar desde sí mismo.
El recibir por fe, de pura
gracia, nos empequeñece a nosotros, pero engrandece a Dios.