MEDITACIÓN
CRISTIANA PARA CADA DÍA DEL AÑO
14 de febrero
Abraham sin hijos
La figura de Abraham en el
Antiguo Testamento es muy rica y enjundiosa. La razón del llamamiento de
Abraham, y el propósito de Dios para con él estaba relacionado con la tierra y
con su descendencia; en definitiva tenía que ver con un hijo que él había de
engendrar. Y, como sabemos, no sólo tuvo uno, sino dos: Ismael e Isaac. Uno
había nacido en el vigor de su padre; el otro, en la impotencia de su vejez.
Pero en un momento de su vida, Abraham se quedó sin ninguno de los dos.
Ismael debió ser expulsado de
casa, pues había sido concebido de una mujer esclava, y en respuesta a la
iniciativa del hombre. Isaac, en tanto, el hijo amado, el hijo de la promesa,
debió ser ofrecido sobre el altar del sacrificio. Lo que nació de la carne
debió ser expulsado; el que provino de Dios, debía volver a Dios. Nada era de
Abraham. Ni lo que él produjo, ni lo que Dios le dio.
Tal es el creyente que camina
con Dios y procura agradar a Dios. Sus primeros esfuerzos tienen un fin de
muerte, y no pueden permanecer en la casa de Dios. Tras el fracaso, y la
derrota, viene la alegría del fruto espiritual, de las gavillas que Dios pone
en sus manos.
Sin embargo, el creyente
tiene que experimentar la muerte de nuevo. Lo que Dios puso en sus manos, debe
volver a él. El fruto de su fe pertenece a Dios, y no es suyo. Lo de él es sólo
impotencia, desolación, muerte.
Dejar ir a Ismael es
doloroso; pero poner a Isaac sobre el altar es todavía más. Es toda nuestra
gloria, porque hemos llegado a comprender que Dios nos lo dio. Él tiene la
impronta de Dios, el sello de la resurrección. ¿No es hermoso? Sin embargo, en
un determinado día, Dios nos dirá que vayamos al monte Moriah,
y que llevemos aquello que tanto amamos –el fruto de nuestra fe, y de
nuestro caminar con Dios– para que lo
ofrezcamos.
El creyente no tiene derechos
con Dios. No hay ninguna obra que Dios le haya confiado, ninguna bendición
espiritual que haya puesto en sus manos, que le pertenezca al hombre. Si el
creyente no está dispuesto a perderlo, significa que todavía se aferra a algo
suyo.
Si no estamos dispuestos a
perder lo que Dios nos ha dado, significa que todavía es nuestro. Y si es
nuestro, Dios se alejará de ello. Si Dios no nos devuelve a Isaac después del
altar, entonces significa que nunca fue nuestro. Sólo lo que perdemos en Dios,
y Dios nos lo entrega de vuelta es verdaderamente nuestro. No hay nada más
hermoso que la bendición de Dios en nuestra mano, pero todo ello no es mayor
que el Dios de
¿Cuál es el fin de esta
historia? Dios dijo: "Por mí mismo he jurado, que por cuanto has hecho
esto, y no me has rehusado tu hijo, tu único hijo; de cierto te bendeciré ... por cuanto obedeciste a mi voz" (Gén. 22:16, 18). La bendición sobreabundante. Pero el secreto
está en estar dispuesto a quedarse sin hijos; sólo con Dios.