MEDITACIÓN
CRISTIANA PARA CADA DÍA DEL AÑO
26 de agosto
La vida que sirve
El apóstol Pablo nos ha dado una síntesis
excepcional de lo que son esencialmente la vida y el servicio cristianos. En el
capítulo 2:20 de su carta a los Gálatas, encontramos su definición de la vida
cristiana: "Con Cristo estoy juntamente crucificado, y ya no vivo yo, más
vive Cristo en mí"; mientras que en Filipenses 3:3 hallamos su definición
del servicio al Señor: "Porque nosotros somos la circuncisión, los que en
espíritu servimos a Dios y nos gloriamos en Cristo Jesús, no teniendo confianza
en la carne".
Ambos textos están íntimamente vinculados y
expresan, básicamente, la misma verdad, vale decir, que tanto la vida como el
servicio de los hijos de Dios son el resultado de una sustitución. Su vida
natural, carnal y entregada al pecado ha sido reemplazada por la vida de otro
–Jesucristo, el Hijo de Dios–, santa y
sin mancha, de modo que su servicio es el fruto espontáneo de la nueva vida que
los habita.
Podemos decir, sin temor a equivocarnos, que
únicamente aquellos creyentes que han experimentado y conocido esta clase de
vida pueden ser útiles en la obra de Dios. No podemos desestimar esto, pues
quizá la mayor pérdida que la Iglesia sufre y ha sufrido en el pasado, procede
de cristianos cuyas palabras y obras no tienen su origen en la vida que viene
de Dios, sino en su propia vida natural o carnal.
Nuestra vieja vida adámica no puede ser
salvada, pues está corrompida desde su misma raíz. El único remedio posible es
desarraigar completamente el árbol malo. Para muchos de nosotros la dificultad
está precisamente en este punto, pues aún amamos demasiado nuestra vieja vida.
Por cierto, queremos desprendernos de nuestros pecados particulares y luchamos
ardientemente por conseguirlo, pensando que el problema consiste simplemente en
hacer o dejar de hacer ciertas cosas.
Secretamente tenemos una gran estima por
nosotros mismos, y Dios, en su paciencia, nos permite seguir así por algún
tiempo. Todavía no hemos visto lo que Él ha sabido desde siempre: que nuestro
viejo hombre no puede ser salvado y debe morir para que podamos vivir. Este es
su veredicto sobre la antigua vida: "El que halla su vida, la perderá; y
el pierda su vida, por causa de mi, la hallará" (Mt.
10:39; 16:25; Lc. 10:24).
Hemos de perder primero nuestra propia vida
para que la vida que viene de Dios pueda ocupar su lugar. Es necesario que en
nosotros el yo carnal ceda su lugar a Cristo, porque esto es esencialmente el
cristianismo: Cristo viviendo su vida en nosotros; no nosotros tratando de
vivir su vida, pues eso es imposible. Nadie se pone un traje nuevo sobre un
vestido ya viejo y gastado. Lo normal es que primero se desvista, se quite el
viejo ropaje y luego se ponga en su lugar el que está completamente nuevo. De
igual modo, nos dice la Escritura, nosotros debemos desvestirnos del viejo
hombre, viciado y corrompido, para vestirnos del nuevo, que, conforme a la
imagen del que lo creó, se va renovando hasta el conocimiento pleno (Ef.
4:20-24; Col. 3:9-10). Este nuevo hombre es Cristo, la imagen de Dios, viviendo
y expresando su vida en nosotros.