MEDITACIÓN CRISTIANA PARA CADA DÍA DEL AÑO

 

28 de julio

 

El temor de Dios

 

“El principio de la sabiduría es el temor de Jehová” (Prov. 1:7).

 

   En nuestros días el temor a las desgracias, a los accidentes, incendios y aun a la muerte ha reemplazado el temor de Dios. Los innumerables temores que asedian al hombre de hoy sumen su existencia en una constante amenaza, pero aún así no vuelven sus ojos a Dios para encontrar refugio.

   El temor de Dios ha ido desapareciendo del hombre a medida que ha podido ir dando una explicación científica a lo extraño y sobrenatural. Nuestros antepasados temblaban ante Dios por los temblores y los truenos, porque eran una señal de su desagrado. El hombre temblaba en la oscuridad de la noche ante el vasto firmamento. La indefensión ante la naturaleza bravía le sumía en una sensación de pequeñez y precariedad.

   Algo de eso vivimos todavía cuando estamos en el campo, lejos de la civilización, cuando los elementos de la naturaleza se desencadenan. Muy mitigado, eso sí, porque sabemos que es sólo una emergencia y que acabará pronto. Algo de lo mismo vivimos cuando se corta el suministro eléctrico en una noche tempestuosa, y una débil lumbre ilumina el ambiente, mientras nos arrebujamos en torno al fuego. ¡Pero esas experiencias momentáneas no bastan para marcar de temor de Dios el corazón del hombre!

   ¡Qué sano temor el de aquellas noches de infancia ante lo inconmensurable y lo incomprensible, ante el Dios del trueno y del relámpago, oyendo a la madre o la abuela relatar historias de campo!

   Hoy reinan la presunción y la soberbia. La abundancia del pan que sobra en la mesa, la luz cegadora en la noche, la música desenfrenada, el show permanente de la TV, nos eximen del lenguaje solemne de la naturaleza, y del santo temor de Dios. Hoy campea la desfachatez, el cinismo del hombre triunfalista y exitoso, que se ríe con desprecio de la fe sencilla de quienes temen a Dios. ¡Oh, bendita fe y santo temor!

   Cuando leemos de Abraham, Isaac y Jacob viviendo en tiendas, como extranjeros y peregrinos, expuestos a hombres malvados, durmiendo a la intemperie bajo las estrellas, oyendo el rugido del león y el alarido de los chacales en la noche, entonces hallamos que el temor de Dios, la obediencia era el sustrato de sus almas piadosas, que esperaban en Dios para todo.

   ¡Oh, que seamos llenos del temor de Dios para no pecar contra Él, y para no flirtear con el pecado! ¡Cómo necesitamos vernos expuestos, inseguros, vulnerables, para andar delante de Dios en santo temor, y agradarle!

   Necesito el temor de Dios cada día. Necesito saber que si no tiemblo ante Él no habrá pan en mi mesa, ni alegría en mi casa, que mis hijos no tendrán paz, y que se verán expuestos a peligros incontables. ¡Oh bendita inseguridad, que me lleva a esperar en Dios cada día, a buscar en Él todos mis recursos! No quiero librar a mi alma de la inseguridad y del temor. Ellos la mantienen limpia de toda soberbia y la mantienen siempre muy cerca de Dios.